lunes, 29 de octubre de 2007

Sobre personas buenas

Ya lo sé. El señor es un poco cochino. Ayer siguió escribiendo ese libro que dice que va a publicar en no sé donde y se le embarraron toditas las hojas con la comida que le preparé. Tenía ya avanzada como quinientas páginas y, véalo usted, ahora tiene que volverlas a hacer porque así como están no sirven. Y anda… anda de un humor que por diosito que si ahorita entro a su cuarto me agarra a escobazos. Pero aún así no podía botarme de la casa porque, créalo o no, él no tiene otra persona en quién confiar. ¿Quién le va a traer esos licores que tanto le gustan? ¿Quién le va a comprar otro carrete cuando la cinta de su máquina deje de pintar? ¿Quién va a escuchar esa historia que quiere terminar sobre el muchacho que comienza a escribir? Dígame: ¿Quién si no yo va a oír sus avances en la noche, tratando de no quedarme dormida? ¡Haberse visto! Yo escucho todo lo que me lee y trato de quedarme calladita a pesar del aburrimiento, a pesar que al mismo rato pasan por radio la novela de La Perricholi. Esa sí es una historia, pero casi nunca la puedo seguir y sólo me salva que la Margarita, la que barre al lado, siempre me cuenta los capítulos en la mañana cuando voy a comprarle el pan al señor y la leche que tanto le gusta para el café.

La verdad, no me agrada nadita lo que está escribiendo el señor. Su personaje no hace otra cosa en su historia más que emborracharse y pensar qué va a escribir. No entiendo cómo una persona puede escribir acerca de alguien que no sabe qué escribir. ¿Por qué no escribe sobre personas buenas o villanos o historias de amor, que tan lindas son y que tanto le gustan a la gente? Tampoco entiendo por qué el señor pone siempre en su vitrola esa música tan fea de gente que canta gritando en otro idioma. Él dice que eso lo ayuda a inspirarse pero, con lo mal que escribe, mejor que no escuche nada ¿no?

Hace dos años el señor vivía con su mujer. Pero ella lo abandonó y eso creo que lo afectó, porque, cómo ya sabe usted, la sociedad de ahora lo condena y peor si él, pobrecito, ya no sabe ni dónde está su señora.
Pobrecito ¿no?
Hace dos años el señor estaba tan enamorado de su mujer que a veces no le importaba que yo pase cerca y lo viera, de casualidad, besándola en el balcón. ¡Jesús! Si a veces me parecía un poco impúdico, pero me quedaba calladita haciendo la limpieza porque sabía que se querían como buenos esposos.
Ni se imagina usted que todo cambió cuando al señor le dieron un trabajo en la sierra y tuvo que irse por mucho tiempo. La señora, entonces, se quedó aburrida aburrida en la casa sin nada qué hacer más que leer y releer esas novelas de la Agatha Christie ésa. Tanto esperó ella que se cansó y se fue de la casa y dijo que se iría lejos; pero nunca insinuó dónde y si algún día regresaría. Yo supongo que se fue con un amante, uno de mala familia, supongo, porque todos en la ciudad saben que ella está casada con el señor y nadie con dignidad se atrevería a galantearla. Imagínese. Qué atrevimiento.

Cuando el señor regresó ¡dígame a mí si no intentó buscarla!, si hasta fue a mi pueblo a ver si no estaba ella ahí. Y, cómo nunca la halló, se quedó tristísimo en la casa. Entonces se consiguió una máquina de escribir y comenzó a escribir, cosa que nunca en su vida había hecho. A mí me dio pena el señor y por eso lo animé a hacerlo. Decía él que estar frente a la máquina era lo único que le hacía bien o, por lo menos, lo único que lo mantenía ocupado, ya que había renunciado a su trabajo. ¡Pobrecito, el señor! Yo sigo creyendo que escribe feo, como le dije. Pero al menos él ya no se siente tan triste. Incluso a veces se cree aquel muchacho del que escribe… y a veces se emborracha porque no sabe qué escribir…

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