lunes, 29 de octubre de 2007

La torta de chocolate

Porque ese mimbre de luto
que no levanta su voz
que en seis años no ha tenío
contigo ni un sí ni un no”
Rafael de León


Gritó la madre. Pedrito y Luisín, los mellizos, se miraron entre sí, embarrados de crema de chocolate y de una espesa mezcla de fudge. Parecían haber presenciado muy de cerca una explosión de lodo dulce. Con las manos, cara, y parte del cuello salpicado osaron sonreír. Sus mejillas se recogieron como acordeones en una risita pícara que denotó su complicidad. —¿Qué han hecho, par de malcriados? —escupió fuego, la mamá. Entonces, los hermanos despertaron de su borrachera color chocolate.

Se levantaron del suelo, donde se habían revolcado entre los restos fugitivos de la deliciosa y jugosa y suave carnosidad de pastel. Un plato roto en mil millones de pedazos sobre las baldosas de la cocina y docenas de bolitas multicolores de cacao confitadas yacían desparramadas y se confundían con los dibujos pétreos de la losa reluciente. Algunas hormigas, tímidas hormigas, ya habían comenzado a cosechar las migajas. —¡Malditos, malditos, malcriados!: ¡todo este tiempo cocinando para que caguen todo! —rugió la madre por última vez antes de estirar su bovino brazo por la percha y coger la gruesa manguera que utilizaba para castigar.

Se inició la huída. La mamá cerró la puerta de la habitación con dos golpes de llave y comenzó a destrozarse la garganta con injurias: “¡Par de malcriados, malnacidos, hijos de la guayabera!”. Hizo sonar su arma en las sillas, en la mesa, en la estufa y en las sartenes que estaban colgadas en fila. Y cayeron algunas por los porrazos y la convulsión de los pasos de elefante de la matrona. Pedrito asustado trepó por las paredes como lagartija, se prendió del techo como araña y saltó como rana sobre la mesita del desayuno. La mujer, que había mutado sus manos por garras y su piel por escamas, se lanzó como un caníbal sobre él. Pedrito trató de esquivar el látigo de plástico. Entonces se inclinó, brincó a una silla y se hizo a un lado. Perdió el equilibrio. Cayó al piso. Comenzó a balbucear suplicas desesperadas. ¡Zas! Fue el primero. Lloró dos zarpazos en la espala. Luisín lo veía aterrorizado desde una esquina. Sentía que su suerte también estaba echada. Se acercaba la criatura que lo habría parido al mismo tiempo que su hermano, poseída por el diablo.

Una audacia de Luisín le permitió tomar una sartén descolgada y hacerla su escudo. El monstruo, al ver que el niño con la olla lo azuzaba, perdió los estribos y empezó a lanzar golpes imprecisos. Todos parecían ser absorbidos por la adarga de Luisín. Los impactos resonaban en el metal como un gong. En ese proceso Luisín consiguió escabullirse entre las piernas de la bestia, se dio una voltereta y terminó en pie; momento en el que la manguera surcaba por el aire para estrellarse por última vez sobre el escudo del niño. La sartén voló lejos. —¡Ya te jodiste, desgraciado! —vomitó la criatura. Luisín viéndose desarmado se lanzó debajo de la mesita del desayuno mientras su hermano seguía chillando de dolor. Pedrito saltaba en un pie tratando de sobarse la espalda. —¡Tengo que vengarlo! —se dijo Luisín a sí mismo. Cogió, entonces, el mueble por las patas y lo sujetó para cubrirse del plástico tronador. Pero la abominable apaleó tanto la tabla que Luisín la sintió colapsar y acabó por lanzar la mesita con todas sus pequeñas fuerzas contra el monstruo. Éste recibió el mueble con un golpe en su cabeza que lo hizo caer soltando su látigo.

Tras el desconcierto de su rival, Luisín se hizo del arma victorioso mientras su hermano cesaba el llanto. Luisín demoró un momento, un instante en el que se levantó del piso una sombra que intentaba reponer su autoridad; una autoridad que habría sido rota tras un oportuno golpe justiciero. Pero Luisín había renunciado a ello; no por piedad, sino porque sintió una leve comezón en la espalda. Pedrito lo alertó con que era una burbuja de piel que se hacía cada vez más grande.

Ahora Luisín tenía dos alas. Su madre nunca supo cómo ocurrió, aunque Luisín podía explicarlo desde antes, desde sus sueños. Por ello aleteó como un gorrión y, como si toda su vida hubiese sido ave, voló hacía Pedrito y lo levantó con sus manos y juntos lograron escapar por la ventana más alta de la cocina.

Unos minutos después, tras el alboroto, el papá se asomó por la estancia y preguntó qué había pasado. La madre tranquila respondió mientras colgaba la manguera: “Estos malcriados se tragaron la torta de la fiesta y embarraron todo el piso que acabo de encerar. Les pegué”. El papá sonrió.

Antes, Luisín habría escuchado un silbido y luego el sonido de un golpe vacío. Él siempre soñó con volar, así que no sintió el dolor del castigo; sólo sus dos grandes alas meterse brutalmente dentro de su cuerpo para nunca más salir.

Sobre personas buenas

Ya lo sé. El señor es un poco cochino. Ayer siguió escribiendo ese libro que dice que va a publicar en no sé donde y se le embarraron toditas las hojas con la comida que le preparé. Tenía ya avanzada como quinientas páginas y, véalo usted, ahora tiene que volverlas a hacer porque así como están no sirven. Y anda… anda de un humor que por diosito que si ahorita entro a su cuarto me agarra a escobazos. Pero aún así no podía botarme de la casa porque, créalo o no, él no tiene otra persona en quién confiar. ¿Quién le va a traer esos licores que tanto le gustan? ¿Quién le va a comprar otro carrete cuando la cinta de su máquina deje de pintar? ¿Quién va a escuchar esa historia que quiere terminar sobre el muchacho que comienza a escribir? Dígame: ¿Quién si no yo va a oír sus avances en la noche, tratando de no quedarme dormida? ¡Haberse visto! Yo escucho todo lo que me lee y trato de quedarme calladita a pesar del aburrimiento, a pesar que al mismo rato pasan por radio la novela de La Perricholi. Esa sí es una historia, pero casi nunca la puedo seguir y sólo me salva que la Margarita, la que barre al lado, siempre me cuenta los capítulos en la mañana cuando voy a comprarle el pan al señor y la leche que tanto le gusta para el café.

La verdad, no me agrada nadita lo que está escribiendo el señor. Su personaje no hace otra cosa en su historia más que emborracharse y pensar qué va a escribir. No entiendo cómo una persona puede escribir acerca de alguien que no sabe qué escribir. ¿Por qué no escribe sobre personas buenas o villanos o historias de amor, que tan lindas son y que tanto le gustan a la gente? Tampoco entiendo por qué el señor pone siempre en su vitrola esa música tan fea de gente que canta gritando en otro idioma. Él dice que eso lo ayuda a inspirarse pero, con lo mal que escribe, mejor que no escuche nada ¿no?

Hace dos años el señor vivía con su mujer. Pero ella lo abandonó y eso creo que lo afectó, porque, cómo ya sabe usted, la sociedad de ahora lo condena y peor si él, pobrecito, ya no sabe ni dónde está su señora.
Pobrecito ¿no?
Hace dos años el señor estaba tan enamorado de su mujer que a veces no le importaba que yo pase cerca y lo viera, de casualidad, besándola en el balcón. ¡Jesús! Si a veces me parecía un poco impúdico, pero me quedaba calladita haciendo la limpieza porque sabía que se querían como buenos esposos.
Ni se imagina usted que todo cambió cuando al señor le dieron un trabajo en la sierra y tuvo que irse por mucho tiempo. La señora, entonces, se quedó aburrida aburrida en la casa sin nada qué hacer más que leer y releer esas novelas de la Agatha Christie ésa. Tanto esperó ella que se cansó y se fue de la casa y dijo que se iría lejos; pero nunca insinuó dónde y si algún día regresaría. Yo supongo que se fue con un amante, uno de mala familia, supongo, porque todos en la ciudad saben que ella está casada con el señor y nadie con dignidad se atrevería a galantearla. Imagínese. Qué atrevimiento.

Cuando el señor regresó ¡dígame a mí si no intentó buscarla!, si hasta fue a mi pueblo a ver si no estaba ella ahí. Y, cómo nunca la halló, se quedó tristísimo en la casa. Entonces se consiguió una máquina de escribir y comenzó a escribir, cosa que nunca en su vida había hecho. A mí me dio pena el señor y por eso lo animé a hacerlo. Decía él que estar frente a la máquina era lo único que le hacía bien o, por lo menos, lo único que lo mantenía ocupado, ya que había renunciado a su trabajo. ¡Pobrecito, el señor! Yo sigo creyendo que escribe feo, como le dije. Pero al menos él ya no se siente tan triste. Incluso a veces se cree aquel muchacho del que escribe… y a veces se emborracha porque no sabe qué escribir…